EL DESEO DE BRUNO

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El Chipo Vallejos tocó tres timbres como de costumbre entonces Bruno juntó su pelota blanca con el escudo de Belgrano, la campera y le abrió la puerta.
El día estaba nublado, hacía frío y seguramente iba a llover pero en los barrios humildes de la Córdoba de los años noventa, nadie se perdía un picadito aunque viniera el fin del mundo.
Caminaron las seis cuadras hasta el campito charlando de fútbol y de sus mamás que los habían dejado ir siempre y cuando volvieran antes del anochecer. Chipo tenía trece años y estaba a cargo de Bruno que tenía prácticamente la mitad. Esa diferencia de edad no se sentía cuando jugaban juntos, tanto así que Bruno eligió a Chipo como mejor amigo en su último cumpleaños y le dio el pedazo de torta que tenía la marca de su dedo índice con el que había pedido cuatro deseos. Bruno sabe que se piden tres pero siempre elige uno de repuesto por las dudas, por si alguno es imposible.

Cuando llegaron a la canchita estaban todos, Juan Cruz, Pablo, el Gordo González, Martín, el Colorado Benítez y estaban también Sebastián Oyola y Darío Rey, que eran los más grandes del barrio. Sebastián estaba por cumplir dieciséis y Darío ya los tenía hacía por lo menos medio año.
<<¡¿Viniste con la mochila?!>> Le gritaron al Chipo mientras señalaban a Bruno y empezaban las carcajadas. Bruno había empezado primer grado hacía unos meses y no entendía mucho de Ciencias Sociales y de Tecnología pero sí entendía cuando alguien se estaba burlando de él pero no contestó.
No lo dejaron jugar aunque el Chipo haya insistido así que se sentó a un costado de la canchita que estaba marcada con ramas y piedras de todos los tamaños y actuó de público.

Cuando empezaron a caer las primeras gotas nadie se inmutó y el partido continuó como media hora más pero cuando la lluvia ya no permitía que la pelota pique en el barro decidieron suspender y volver a sus casas.
Chipo tomó del brazo a Bruno para levantarlo y le dijo que después de dejarlo en su casa tenía que ir de su tía porque su mamá lo esperaba allí y quedaba a varias cuadras en sentido contrario así que había que apurar el paso.
Al escuchar eso, Sebastián Oyola y Darío Rey se ofrecieron a acompañar a Bruno hasta la puerta de su casa. Chipo miró enseguida a su amigo y, aunque odió la propuesta, dijo que está bien, que me voy con ellos.
Caminaron rápido las primeras tres cuadras. Sebastián y Darío hablaban de sus cosas y lanzaban al aire algún comentario que Bruno sabía que tenía que ver con él porque ambos lo miraban de reojo y sonreían arrogantes pero no reaccionaba, sólo abrazaba con más fuerza su pelota y aceleraba el paso.

A dos cuadras de llegar, mientras pasaban por un terreno baldío que tenía los pastos casi tan altos como Bruno y una pared en el fondo que parecía caerse como se caía a gotas el cielo, Sebastián le quitó la pelota de sus manos. En vano fueron los saltos y los pedidos de devolución. Sebastián tenía el brazo levantado y la pelota a una altura inalcanzable. Después de unos segundos se la pasó a Darío para continuar con ese juego en donde sólo se divertían ellos dos.
– ¿La querés? – preguntó Darío – Andá a buscarla. – Y la pateó fuerte hacia el fondo del terreno.
Bruno siguió con los ojos todo el recorrido de su pelota hasta que la vio caer a unos treinta metros de sus pies. Sintió miedo pero igual empezó a meterse entre las plantas y los yuyos. Las zapatillas le patinaban en el barro, los pelos se le pegaban en la cara por la lluvia que no aflojaba y el corazón se le aceleraba mientras se acercaba a su objetivo; Su pelota blanca con el escudo de Belgrano que le regaló su papá en su último cumpleaños y que no suelta ni para dormir. Su pelota que ahora estaba sucia de barro y de las manos de esos dos chicos que siempre lo molestan, de esos dos chicos que sabe que se metieron tras de él porque les escuchó los pasos, de esos dos chicos que seguro quieren tomar su pelota de nuevo y lo obligan a correr por el terreno para llegar primero. Esos dos que prometieron acompañarlo hasta su casa y que ahora lo tienen atrapado diciéndole que si grita lo van a matar. Sebastián, el hijo de María Teresa, que lo atiende en su almacén familiar en la otra cuadra cuando Bruno va a comprar figuritas ahora le baja los pantalones mientras le empuja la cara contra el suelo.
Bruno siente el barro frío en la boca y las gotas que siguen cayendo con fuerza mientras ve de reojo a Darío que está parado a medio metro de ellos con la mano metida en el pantalón.

Bruno piensa en su pelota, en abrazarla, en tomarla fuerte con sus manos y salir corriendo hasta su casa. Siente el dolor. Piensa en su mamá que estará esperándolo porque ya empieza a anochecer. Bruno quiere llorar. El viento de la tormenta sacude los yuyos altos del descampado y las risas de los otros se distorsionan con los truenos en su cabeza que empieza a retrotraerse y llega al día de su cumpleaños y está parado en una silla delante de la torta en forma de cancha de fútbol y están todos rodeándolo y cantando mientras siete velas arden frente a sus ojos. Bruno mira a su alrededor, Chipo le sonríe mientras canta y entonces piensa que va a elegirlo a él como mejor amigo, después busca con la vista la mesa de regalos para ver su pelota envuelta en papel azul y ve, en el fondo de su garaje, a Sebastián Oyola y a Darío Rey aplaudiendo con globos celestes y blancos colgados a sus espaldas. Bruno siente ganas de vomitar. Ese momento que está reviviendo empieza a borrarse, a entrelazarse con la imagen de la lluvia cayendo de un cielo ahora oscuro. Trata de volver a ese momento de festejo y cierra los ojos con fuerza. Le queman las tripas y quiere escapar pero sólo escapan sus lágrimas.
Bruno se siente decepcionado.

Tendría que haber pedido otro deseo de repuesto.

 

Por GINA PENELLI