Hay varias situaciones cotidianas que siempre intentamos esquivar para no sentirnos mal con nosotros mismos. A veces vamos caminando por la peatonal y hacemos de cuenta que no vimos a la chica que nos quiso entregar un folleto, que no escuchamos al nene que vende pañuelitos porque venimos muy concentrados con lo que suena en nuestros auriculares y fingimos que la única dirección posible es hacia adelante y nunca hacia el costado. Nunca miramos cuando pasamos por una veterinaria que expone en su vidriera cachorros que esperan ser adoptados o cuando cruzamos en la ruta al camión jaula que lleva a las vacas a su fatal destino. Lo importante, lo indispensable, lo que nos libra es no hacer contacto visual. Así, esa glándula llamada conciencia de la que hablaba Galeano, permanece intacta, limpia, sin molestias.
Pero hoy fallé.
El colectivo en el que viajé a Rosario hoy a la mañana pasó a uno de esos camiones y pude ver, contra la puerta trasera, a una vaca que logró sacar parte de su cabeza por el espacio que dejan entre las maderas y que viajaba con los ojos cerrados y con el viento golpeándole la cara y sacudiéndole las orejas.
Parecía sentirse libre, vaya paradoja.
Me pregunto si sabría dónde estaba yendo o cómo habría sido si supiera lo que es un matadero. Quizás, imagino, recordaba su último día en el campo, y se veía descansando en el pasto húmedo, bebiendo agua fresca mientras el sol cae entre los árboles, allá a lo lejos.
Quizás lo estaba reviviendo en ese momento o tal vez no estaba pasando nada de eso y cuando el camión llegó a destino no quedó ni latido, ni historia. Pero eso que vi, eso de entregarse a lo inevitable con la calma de saber lo imposible, me hizo cosquillas en los huesos todo el día.
Y entonces ahora, que estoy en otro colectivo volviendo a casa con el cuerpo cansado y la cabeza dormida de rutina, pienso en el pasto húmedo, en el agua fresca, en el sol detrás de los árboles.
Y abro la ventanilla.
Y el viento entra ruidoso.
Y cierro los ojos.