VAMOS… LA VIDA SIGUE…
El sábado a la noche, en realidad ya casi mañana del domingo, una mujer de unos cincuenta años entró a mi trabajo y me preguntó si podían pasar a tomar un café.
– Pero sí, claro. – respondí.
– Mirá que somos muchos.
– Vengan nomás.
El entusiasmo se me iba apagando cuando veía cada vez más gente bajar de los autos.
Creí que no me darían los ojos para contarlos.
Pero los conté.
Eran trece.
Cinco lágrimas, dos cortados, dos cafés en jarrita y un café chiquito.
Tres no pidieron nada.
Después de pedir fueron a sentarse y de golpe todo era un bullicio; sillas moviéndose, gritos, risas exageradas, como estallidos, ante chistes sin sentido.
Mientras me odiaba por tener solo dos brazos, escuchaba los comentarios escatológicos que hacían los hombres y cruzaba miradas con otro cliente que estaba también aguantando a «los nuevos.»
Verlo sufrir, confieso, me divirtió.
A los pocos minutos una gritó que todo era como en la escuela, que parecían estar en hora libre.
Nadie me vio pero asentí.
Luego, no sé si fue ella u otra de las chicas, pero alguien empezó a pensar en voz alta y a preguntar si Juan había muerto hace dos años o si ya eran tres.
Pocos contestaron y después el silencio fue absoluto.
Y el tiempo pareció congelarse.
Y las miradas apuntaban al suelo.
Y todo fue de noche.
Yo acomodé todo rápido sobre la bandeja y salí a repartir, me puse en medio de las mesas a gritar que quién había pedido una lágrima y de quién era este café.
Todos empezaron a levantar los brazos y en un instante me sentí en un salón de clases, traté de imaginarlos adolescentes y me pregunté en dónde se hubiese sentado Juan si hubiera venido.
Me lo imaginé morocho, grandote, sentado contra uno de los vidrios y tomando una gaseosa porque hacía calor para café.
Creo que hice algún otro comentario para romper el hielo, para levantar el ánimo y cortar el ambiente opaco que nos envolvía a todos.
«Vamos, chicos. La vida sigue.» – pensé.
La vida sigue.
A medida que apoyaba los cafés sobre las mesas cada uno me agradecía con una sonrisa.
Las devolví todas, a pesar de sentir que esas sonrisas eran diferentes a las demás.
Eran sonrisas tímidas, cansadas, que me decían que sí, que aunque pierdas un amigo la vida sigue.
Pero que existen esos pozos a cada paso porque ya no sigue de la misma manera.