NAPOLEONES Y ALEJANDROS
Hace algo más de 200 años Napoleón decidió invadir Rusia. Cualquiera de nosotros podría decir que ya tenía todo, que debía quedarse en su casa leyendo una novela pero a veces las personas quieren siempre un poco más.
Entonces se preparó para lo que más le gustaba hacer: atacar y conquistar. Reducir al otro hasta que sea una parte de sí mismo que podía manejar o desechar cuando quisiera.
Juntó más de 700.000 hombres y arrancó el viaje.
En Rusia esperaba, sin recursos y sin muchas ideas, Alejandro I.
Cuando el ejército napoleónico se acercaba, los rusos entendieron que no tenían ninguna chance de enfrentarse cuerpo a cuerpo contra ellos entonces, no sé si inteligentes desde el comienzo o cobardes, comenzaron a retroceder pero, mientras regresaban sobre sus pasos, rompieron e incendiaron todos los caminos y ciudades. Así, Napoleón y su gente fueron adentrándose en un desierto helado que no les daba ni comida, ni reparo, ni entusiasmo.
Después de un tiempo y después de perder el 80% de su ejército, Bonaparte decidió emprender la retirada y volvió a Francia.
La historia es conocida, frente a algún historiador seguro falle en los detalles pero la idea que prima sobre que una defensa es el mejor ataque me parece no sólo rescatable sino indispensable para la vida misma.
Conocemos mucha gente que quiere invadirnos con sus porquerías, muchos napoleones que quieren conquistar y echar por tierra todo lo que tenemos. Y se arman hasta los dientes y vienen por todo, nos obligan a pelear, a lastimarnos, nos contagian el deseo de destruir y entonces terminamos siendo como ellos.
Pienso que debemos elegir el lado Alejandro de la vida y a lo malo, a lo que rompe y destruye, a lo que ensucia todo, hay que dejarlo morir de hambre y de frío en el desierto de nuestra indiferencia. Así, la tristeza y el enojo que venían a plantarnos junto con toda la energía corrosiva que traían como bandera, se vuelven a su casa.
Por GINA PENELLI