Me quedo con ustedes aún cuando no me ven.
Trato de entenderlos, a veces lo logro, siempre los amo.
Ustedes, un día la rosa y otro la espina. Mis flores frescas, únicas, tan mías.
Me quedo con ustedes todo el tiempo, sin tiempo. Mientras crecen, sufren, ríen, maduran y buscan el propio camino.
Me quedo en el momento breve, ese que escapa. En el que es más largo, el de las esperas.
Si se dan vuelta, me ven. Pero ahora, en las horas de esta juventud que los urge y apasiona, no me ven tanto, detrás.
Tampoco adelante. Trato de ser presencia constante sin que me vean.
Es que estoy al lado, ¿saben? Sin empujar, sin tironear. Cerca, a los costados, en las riberas de los ríos de sus vidas. En los lugares prontos para que puedan apoyarse cuando pierden el equilibrio.
Rozándolos apenas, tratando de pasar desapercibida, lista para decirles al oído que los quiero …tanto que duele. Al lado, para no perderlos de vista, para aguzar la mirada si se alejaran.
Los hombros a la par, ni atrás, ni adelante. Para no oscurecer las luces de sus historias personales, para no entorpecer sus destinos, esos que sueñan. Para hacerles cosquillas con dulzura si se ensimismaran demasiado.
No hace falta que extiendan sus manos para hallar mis palmas, nunca se las he soltado. Tampoco es necesario que yo estire hacia ustedes las mías: sus manitas -que ya no lo son- jamás han dejado de entibiarme.
Por MARÍA ROSA INFANTE