EL ALMACÉN DE DON RICARDO

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¿Cuántos años: cincuenta, sesenta…setenta o más? ¡No importa! Creo que se trata del tiempo donde uno comienza a manifestar las ganas de ser niño nuevamente, o por lo menos intentar convivir con muchas de aquellas experiencias. ¿Amerita acompañarme en la aventura? De no ser así, estoy seguro que muchas de esas instancias, no estuvieron rodeadas de la felicidad necesaria para que los recuerdos la prefieran.

¿Qué pasaba cuando la madre de cada uno de nosotros, nos entregaba la libreta de tapas negras, ésa que se usaba para comprar al fiado, y nos exigía que fuésemos al almacén por fideos, harina o cualquier otro tipo de mercadería suelta?

Un prolongado ¡Uuufaaa!, resumía nuestro disgusto del que salíamos agachando la cabeza y mascullando por lo bajo. En mi caso, apenas entraba al negocio, me paraba delante del mostrador de cedro oscuro, para observar los caramelos encerrados en los frascos redondos de vidrio, al lado de la balanza.

Don Ricardo, el almacenero del barrio, con cara de enajenada amabilidad me preguntaba:

  • Y vos ¡¿qué querés?!
  • Fideos.
  • ¡¿Qué fideos?!
  • Moñitos.
  • ¡¿Cuánto?!
  • Medio Kilo.

Entonces, llegado ese instante, me alcanzaba una emoción desconocida, mezcla de asombro y curiosidad, que hoy rescato con ternura del interior de mi alma como si se tratase de una obligación.

Don Ricardo tomaba de la estantería, una pala de madera con la que sacaba los fideos de un cajón, luego los volcaba sobre un papel que había extendido en la balanza hasta alcanzar su peso, retiraba todo aquello con delicadeza y lo depositaba en el mostrador dando comienzo a lo que para mí era su mejor obra; el mágico instante donde mis ojos se clavaban contra el envoltorio en un juego de dedos y de manos. Recuerdo verlo sujetando los costados con los índices y pulgares, haciendo que el paquete girase por el aire hasta dejarlo de maravillas; dos orejitas paradas como las de un conejo, determinaban graciosamente la largura del envoltorio.

Siempre de pie, negándole al cuerpo el relaje del cansancio, apuntaba en la libreta el medio kilo de fideos, o lo que fuere, usando un lápiz de tinta cuya punta mojaba con a lengua cada vez que escribía. Posiblemente, usted como yo por esos años, ante las escasas oportunidades donde calmar las expectativas infantiles, y sin comprender lo que nos ofrecía el universo de las pequeñas cosas, entrábamos a él atraídos por las fantasías de las ingenuidades.

¡Ah, el tecnicismo! ¡Cuántas maravillas trae y cuántas otras se lleva!

Habitantes de una vida sin explicación, sin fe y esperanzas, preparados para morir envueltos en la piel donde la carne le niega la forma. ¿Dejaste escapar de ti los buenos recuerdos para que yo los conozca, o te negaste hacerlo porque según vos: “lo tuyo es tuyo, lo mío es mío”? Sorprendidos por un tiempo que se nos escapa con rapidez endemoniada, bien vale la pena regar con suspiros el camino de nuestra memoria.

 

Por ARMANDO ABEL CAVALIERI

(Texto extraído del libro del autor, “Mezcla rara”)