VIEJOS EN DOMINGO

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“No ser más escuchados: esta es la cosa más terrible cuando uno se vuelve viejo”. Lo escribió Albert Camus. O bien lo sufrió en carne propia, o tuvo la sensibilidad de ver a su alrededor viejos que sufrían ese mal ¿inevitable? de la vida.

En cambio, debiera ser un placer, una necesidad, el sentarse junto a ellos, los viejos, cada día un rato, pero más en domingo. Acompañarlos en las sillas o los bancos de sus soledades que las tardes dominicales vuelven más largas.

Extraño tanto tener viejos en la familia… tanto, de verdad. Y he visto las caritas ansiosas esperar desesperando en los geriátricos. Extraño las historias mil veces repetidas, que uno termina sabiendo de memoria a fuerza de escucharlas.

Debiera hacerse sin esfuerzo, eso de visitarlos, acompañarlos, escucharlos, leer lo vivido en sus ojos y sus rostros, caminar con ellos por los caminos de sus arrugas. Cuánto pero cuánto pueden enriquecernos.

Una vez leí un proverbio africano que decía algo así como que un anciano que muere es una biblioteca que arde. Y sí, es memoria que se pierde, sabiduría que se va.

Es triste que los viejos se vuelvan retratos en sepia, en vida. Ya sé, lo sé que hay circunstancias, mezquindades, bemoles humanos o deshumanos por los que hijos o nietos no quieran verlos. Ser viejo no es sinónimo de ser bueno, así como morir no nos vuelve santos.

Voy a algo más profundo, un mal de estos tiempos, la terrible soledad de muchos ancianos, la indiferencia con que se les trata, el desvalor que significa envejecer. La exaltación de la edad joven en desmedro de la ancianidad. El mirarlos sí, pero de un modo complaciente que no merecen.

Escuchémoslos, entonces, antes de perderlos, antes de lamentarnos por los detalles de esa historia que un día no quisimos oír, por el amor retaceado, por la atención no prestada, por el poco respeto. Por las tardes de domingo en que miraban la ventana con ansias, con el corazón latiendo agitado, esperando, minutos, horas, para compartir ese cariño que los años implacables jamás pueden gastar.

 

Por Maria Rosa Infante.