CHAU, RUBÉN

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<<Todo lo que empieza lloviendo termina bien.>> Eso me dijiste en nuestra primera cita, te acordás? Nos habíamos conocido en los cursos previos de la universidad. Quedé fascinada escuchándote hablar sobre autores sofisticados y teorías elegantes, complejas, maravillosas. Recuerdo tu pantalón de vestir y tu camisa siempre abrochada aunque hiciera un calor caribeño. Eras un intelectual. Un joven inteligente que hablaba todo el tiempo de un escritor alemán que nadie conocía y eso me resultaba excitante. Imagináte, había dejado atrás un pueblo perdido en el interior del país y había caído en la gran ciudad, todo me parecía extraordinario, de película. Por eso acepté salir con vos, no podía creer que un hombre que conocía el mundo y que había tenido todo lo que en mi casa faltó, se fijara en una mujer como yo. Pobre, tímida y sin misterios.

Me invitaste a pasear por Puerto Madero. Ibas a pasar a buscarme a las cinco de la tarde y a las cuatro y media se largó a llover con una intensidad que preocupaba a cualquiera que estuviera fuera de su casa. Pensé que ibas a cancelar el encuentro, estaba mirando la pantalla de mi teléfono celular esperando que llegue un mensaje de texto diciendo que lo dejábamos para la próxima cuando sonó el portero eléctrico. Me asomé por el balcón del primer piso que ocupaba en ese entonces y te vi abajo, sobre la vereda mojada, con tu pantalón de vestir, tu camisa celeste – después supe que era tu favorita – un pilotín sin cerrar y un paraguas marrón enorme. Miraste para arriba con tu sonrisa de dientes blancos y parejos y me gritaste que me apure, que había mucha agua para disfrutar. Bajé las escaleras casi corriendo, abrí la puerta de vidrio pesada y ahí lo escuché; todo lo que empieza lloviendo termina bien. Te sonreí y me puse bien cerca tuyo para que tu paraguas y tu abrazo me protejan.

En algún momento de la tarde me hablaste de Rayuela. La lluvia, el paraguas que también se nos rompió y eso de que andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Esa tarde me enamoré de vos.

Al mes dejé ese monoambiente lleno de humedad y me mudé acá, a este departamento de tres ambientes que heredaste de tu abuelo paterno. Al principio todo me hacía feliz. Elegir el cubrecama, poner plantas en el balcón, desayunar cada mañana escuchándote hablar de los libros que leíste y los lugares que conociste gracias a tus viajes y a tus becas. Me hubiese gustado contarte más sobre mi pueblo pero entendía que Londres y Barcelona eran más interesantes.

El tiempo fue pasando y, después de un año, ya no quedaba nada de aquel pibe bien arreglado que me sonreía bajo mi balcón sin importar que la lluvia le arruine los zapatos importados. Fuiste desdibujándote entre gritos, entre silencios, entre vacíos. Todavía recuerdo la primera vez que me pegaste. Fue la noche en que fuimos a comer con tus compañeros de trabajo. Estábamos hablando sobre el capitalismo o sobre el comunismo – no recuerdo con exactitud – y dije algo que contradecía lo que habías estado explicando. No me dijiste nada, tomaste un sorbo de vino, sonreíste y me miraste fijo unos segundos. Si bien noté enseguida que la sonrisa era falsa, nunca imaginé lo que quería decir. Volvimos en taxi y no hablaste en todo el viaje. Habías tomado de más y supuse que estabas durmiéndote pero, apenas cruzamos la puerta de casa, me agarraste de los pelos y me revoleaste por todo el departamento. Caí al suelo y, sin soltarme, me preguntaste si me estaba haciendo la viva. Si me gustaba dejarte como un boludo delante de los demás. Me dijiste que la única boluda era yo, que en mi pueblo de mierda – así lo llamaste – no había aprendido nada. Y te creí.

Después de esa noche no fui más a la universidad. No me dejaste, decías que no tenía sentido. Así que empecé a quedarme en el departamento, limpiando tus cosas, planchando tus camisas, regando las plantas del balcón.

A veces, cuando se levantaba una tormenta, miraba la lluvia a través del ventanal y me repetía una y otra vez que “Todo lo que empieza lloviendo termina bien.”

Hoy me voy de tu casa, Rubén.

Me vuelvo a mi pueblo en donde están mis amigas. Esas con las que hablaba todo el tiempo hasta que me borraste los grupos de whatsapp. Esas que me seguían llamando cada tanto, para mi cumpleaños o para las fiestas, hasta que me rompiste el celular contra la pared aquel mediodía en que mi mejor amigo me habló para contarme que se iba a casar. Voy a volver con mis amigas porque siguen esperándome. Porque Valeria, mi mejor amiga a la que odiás porque es gorda y porque tiene una verdulería, me lo dijo la última vez que vino a visitarnos. Me agarró saliendo del baño, me tomó de los hombros y, rápido y en voz baja para que no escuches desde la cocina, me dijo que vuelva a casa, que yo acá no era feliz. Le dije que estaba equivocada, que ésta era mi casa ahora y que con vos tenía todo lo que necesitaba. ¡Qué tonta que fui, Rubén! Valeria me abrazó, creo que fue el abrazo más intenso que me dio en toda nuestra vida y me dijo que iban a seguir esperándome de todos modos. Y sé que me decía la verdad. Y por eso ahora me voy a verla. Cuando llegue a mi pueblo voy a ir para su casa, con los bolsos y con todos los secretos que ya no voy a guardar. Voy a ir a la verdulería, voy a abrazar a mi mejor amiga y le voy a decir que ponga la pava para unos amargos. Vamos a charlar un rato sobre cómo estuvo mi viaje y, en un momento que las dos vamos a estar esperando desde que nos vimos en la puerta del negocio, le voy a pedir que ponga en el grupo de whatsapp que estoy ahí y que quiero verlas a todas. Y cuando estén todas mis amigas rodeándome les voy a contar, Rubén. Les voy a contar que no cerré el Facebook porque me parecía aburrido sino porque vos no querías que pierda el tiempo en <<boludeces>>. Les voy a decir que aquel viaje a Mar del Plata no se suspendió por una reunión urgente de tu trabajo sino porque dijiste que ya no tenías ganas de llevarme a conocer el mar como me habías prometido. Les voy a decir la verdad de por qué ya no voy a poder tener hijos. Voy a contar cada vez que entré a la guardia de un hospital y cada mentira que dije ahí. Porque no me rompí la nariz cayendo de la escalera y no me quebré dos dedos jugando al vóley. Jamás jugué al vóley. Ni siquiera sé cómo es. Voy a recordar cada una de las noches que lloré por no seguir estudiando, cada una de las noches en las que deseé ser de nuevo esa piba pobre sin misterios que era antes de llegar a Buenos Aires.

Chau, Rubén. En mi casa me espera mi familia y me espera, sobre todo, un espejo en el que voy a poder mirarme más de quince segundos sin llorar. Me estoy yendo de tu casa, Rubén. Y no voy a volver nunca más.

Quedáte con el techo y la comida que tanto me recriminaste estos años. Quedáte con tus manos que sólo lastiman. Quedáte con tus camisas asquerosas, con tu perfume importado nauseabundo y con ese escritor alemán que nadie más conoce porque seguro lo inventaste vos, como inventaste todo. Me voy de tu jaula de mentiras.

Chau, Rubén. Sé que no vas a llamarme. Me voy a mi casa.

Y cuando ponga un pie en la vereda, cuando deje para siempre esta historia enterrada en estos tres ambientes, cuando ya no exista nada tuyo adentro mío, estoy segura que un sol resplandeciente me va a hacer arrugar la cara. Y voy a sonreír. Porque por fin salgo del encierro, porque ya no siento sabor a sangre seca en mi boca sino a libertad. Porque en el viento escucho mi nombre y soy yo llamándome a ser lo que era antes de conocerte. Cuando ponga un pie afuera de esta casa y el sol me abrace voy a sonreír con todo el cuerpo. Porque todo lo que empieza con un cielo despejado, Rubén, no termina jamás.

 

 

Por GINA PENELLI.