Estos días me ayudaron a reconocer mis prejuicios, celebrar mis equivocaciones y confirmar mis aciertos.
Apenas me enteré de la noticia de la muerte del Diego, me prendí a la tele y las redes sociales. Necesitaba ver para creer.
Intenté, por un instante, ponerme en los zapatos ajenos e imaginar la profunda tristeza de esos varones que, gracias al 10, se guardarían en el bolsillo todo lo aprendido para llorar a mares y mostrarse vulnerables.
Después me preparé para leer un montón de publicaciones diciendo que no era casual que el Diego se haya muerto un 25 de noviembre.
Transcurrieron unos minutos, seguí mirando la tele y las redes sociales, y me encontré con una publicación que me confirmó que estaba equivocada. Ro Ferrer, ilustradora y reconocida feminista, no se achicó ni un poco, expresó su dolor y pagó las consecuencias.
Las y los jueces implacables, que estiman tener solo certezas, no la perdonaron.
Empecé a escribir y me detuve. Decidí seguir escribiendo y publicar lo que sentía, luego de haber tenido la enorme tranquilidad de que los jueces de turno (al menos, los que aparecieron en mis lecturas) eran los mismos de siempre, y que tantísimas mujeres eran capaces de comprender la inexplicable tristeza que a algunos muchachos les molestaba tanto.
Mis prejuicios y yo nos caímos en un mismo golpe. La realidad me dio una cachetada. Estaba convencida de que las mujeres se llenarían la boca defenestrando a Diego, y que yo tenía la obligación de excusarme por mi tristeza. Por suerte, me equivoqué. Fueron los varones los que intentaron, una vez más, decirnos que debíamos sentir y pensar. No todos, es cierto. Sería injusta, si no fuese capaz de reconocer que un montón de tipos se dieron el gusto de llorar sin pedirle permiso a nadie.
En estos días, invocamos al Dios plebeyo por las alegrías que nos regaló, por sus miserias que nos recuerdan nuestra frágil humanidad y por sus virtudes que nos obligan a asumir nuestras minúsculas vidas. Todo eso nos confirma la única certeza que teníamos, el odio de clase siempre presente en quienes tienen la osadía de criticarlo, aunque se llenan la boca hablando de otros reconocidos y menores personajes, que portan los mismos defectos que el Diego, pero nacieron en cuna de oro.
Es fácil ver la paja en el ojo ajeno, sobre todo, en la mirada del negro villero que consiguió ser lo que ellos nunca podrán ser. Al resto, nos sucede todo lo contrario. Porque fuimos todo lo que quisimos y no pudimos gracias al Diego (este fue mi único acierto).
En el último suspiro, lograste volver a poner a cada quien en su lugar. Gracias por esta jugada magistral en el final de tus días, querido Pelusa.
FERNANDA FELICE – Licenciada en Fonoaudilogía, Profesora Universitaria, Escritora