Hace un rato fui al centro a buscar unos estudios para mi mejor amiga. Cuando volvía para el departamento, a pesar del clima y como suele sucederme, me agarró calor. Así que frené en un negocio, apoyé en la ventana los estudios y las cosas que traía y empecé a sacarme el pulovercito que me había puesto. Cuando terminé, lo puse arriba de las cosas y levanté todo para emprender el camino de nuevo.
Apenas me doy vuelta, a medio metro de mí, había parado un señor de unos setenta años. Canoso, el pelo cortito, bien petiso. Traía puesto un pilotín que le pasaba las rodillas y unos anteojos grandes.
Nos miramos y me dijo; «Con todo humor y respeto, no vayas a querer seguir desvistiéndote..» mientras esbozaba una sonrisa pícara.
Estaba tan cerca de mí que lo tomé del brazo y le dije «No le puedo prometer nada» y el señor largó una carcajada tan fuerte como inesperada y contagiosa. Yo también me reí y estuvimos así, diez segundos. Dos extraños, cinco décadas de diferencia y un código que los dos habíamos entendido, aceptado y disfrutado.
Le solté el brazo porque él empezó a caminar para su lado ya que empezaban a caer gotas otra vez.
Se despidió diciéndome «Chau querida, felicidades.»
El saludo me encantó y las siguientes dos cuadras caminé pensando en eso de que ojalá la gente adoptara esa costumbre de desearse felicidad todo el tiempo y no sólo en las fiestas de fin de año.
Después de esas dos cuadras y durante todo el camino hasta acá, vine preguntándome si, quizás, en realidad estaba describiendo el momento que habíamos vivido.