«OBJETOS PERDIDOS»
EL PAQUETE
No se puede negar que Tato siempre fue un tipo raro. En la barra le tenemos cariño, pero cuando no está, siempre surge algún comentario sobre las cosas que hace o las manías que tiene, y lo pesado que se pone cuando te cuenta cada detalle de esas cosas que hace. Cosas de tipo solo, medio huraño, como reparar relojes de péndulo, coleccionar estampillas o estudiar audioperceptiva a distancia para desarrollar oído absoluto.
Nació viejo el Tato, pobre. Una vez en cincuenta y cinco años que nos hace caso, se va de viaje, y mirá lo que pasa.
Darío camina por peatonal Córdoba hacia el Correo Central con las manos metidas en los bolsillos de su campera azul. Se siente cómodo con el barbijo que le obligan a usar por la pandemia, sobre todo porque le ataja el frío que, después de cruzar Maipú, sube impiadoso desde el Paraná junto a una niebla que, a pesar del sol, tarda en evaporarse. Desde lejos aprecia dos filas de personas, aireadas por el metro y medio de distancia que imponen los protocolos anti-contagio. Una de las colas se extiende unos ochenta metros, sobre la misma vereda del correo. La otra, casi de la misma extensión, ordena la espera enfrente, sobre la acera sur de la Plaza 25 de Mayo. Darío tantea el papel que guarda en su bolsillo derecho. ¿Cuál será la que le corresponda? Mirá el quilombo que tengo que hacer por vos, Tato.
Desde la mitad de una de las filas, la que está pegada al edificio, ve que alguien levanta un brazo. Detrás de la niebla, debajo del gorro de lana negro y por encima de un barbijo logra distinguir la mirada de Lautaro.
-¿Va muy lento esto?
– Todavía no empezaron. Estoy congelado ya… ¿Trajiste el papel?
-Sí, lo tengo acá. ¿Los otros?
-Allá, en el kiosquito. Se fueron a buscar un café. Están cagados de frío también.
– Andá con ellos, si querés; me quedo yo en la cola. ¿Estás seguro de que es ésta y no la de la plaza?
– Sí, ya le pregunté al cana. La otra es para cobrar el bono. Me gustaría estar haciendo esa, la puta madre. A mí no me lo pagan.
Lautaro deja su lugar y va al encuentro de sus amigos. Marcos, el Gordo, Bartolo y el Gringo se agruparon como pudieron, cada uno con su vasito de telgopor humeante. Tato ya se habría puesto alcohol en gel veinte veces, y seguramente le hubiera pedido un vasito desinfectado al kiosquero. Hubiera arrancado con buenos modales y seguro, ante la lógica negativa del tipo, todo terminaría a los gritos.
¡Mirá que sos jodido, che! ¡Venir a pasarte esto!. Pero me parece que te pasó precisamente por eso, por jodido. No te podías ir a Italia como todo el mundo, en un avión y chau…No; al señor se le ocurrió ir en crucero. Mentalidad de viejo choto y solterón, claro. Bah, capaz quisiste probar como era viajar en barco. Me acuerdo que tenías varias novelas de barcos, y que aprendiste a hacer los nudos. Seguramente, en el viaje te pusiste a hablar de nudos con alguno de los tripulantes. Pobre, si te dio bola, lo habrás vuelto loco.
El Gordo se acerca al lugar que ocupa Darío. Su perímetro, sumado a una altura mayor al metro ochenta y cinco, ayudan a que todos aquellos a quienes se acerca conserven distancia.
-Che, Darío, ¿Querés un cafecito vos también? Este salame del Lautaro ni te ofreció.
– No, dejá, después.
La cola empieza a activarse. La atención parece ágil, pero Darío cuenta demasiadas personas delante suyo. En los pies siente un frío doloroso.
Desde donde está alcanza a ver a una mujer que sale con una caja pesada. Por un dibujo, sabe que contiene una bicicleta fija. La va a usar tres días, después le va a servir para colgar la ropa cuando se va a dormir. Hace una seña a sus amigos. El Gringo la percibe y se acerca.
- ¿Che, ustedes le dijeron al cana lo que venimos a buscar? Pregunto, porque capaz si saben, me dejan pasar antes.
- No, no le dijimos. Nos dio cosa que se enterara la gente.
- Pero no, boludo. A ver, quédate acá así voy y le muestro el papel del Consulado.
El Gringo toma la posta en la cola y Darío camina hacia una puerta lateral, destinada a los envíos de mercaderías. Le hace señas a uno de los policías a cargo del operativo, para apartarlo de las primeras personas de la fila.
-¿Cómo dice, señor, no le entiendo bien? ¿Una urna con cenizas humanas?
Darío continúa en un tono bajo, que junto al barbijo y a la distancia provocan que el policía estire su cuello para escucharlo mejor.
– Disculpe, oficial, no quiero llamar la atención. Mire, lo que pasa es que este muchacho murió en un barco. Hace más de un mes que estamos haciendo los trámites para traer las cenizas. No se murió de corona, vio, pero igual lo cremaron porque no dejan repatriar cadáveres.
– ¿Usted es un familiar?
– No, soy amigo. Él no tiene familiares. Bah, sí, una tía en Coronel Arnold, pero es grande y está en un geriátrico. Mire, aquí tengo la autorización del Consulado de Italia.
– ¿No me dijo que murió en un barco?
-Sí, en un crucero. El barco tiene bandera panameña, pero la empresa es italiana. El Consulado, ¿Vio, el de calle Oroño y Montevideo? Bueno, ellos tramitaron todo, pero no quisieron que les lleven las cenizas allá. El muchacho era ciudadano italiano, pero ni así. Se ve que están asustados los tanos.
– A ver, deme el papel y su DNI así hablo con los encargados.
Darío espera cerca de un árbol vecino a la puerta. La gente sigue saliendo con cajas y paquetes. Desde allí puede notar la expresión interrogativa del Gringo, que guarda su lugar a uno 25 metros sin dejar de moverse para calmar el frío. Levanta los hombros para responderle.
Luego de unos minutos, el agente regresa. Trae consigo una caja pequeña, envuelta en varias capas de nylon con burbujas.
- Acá tiene, señor. Lo siento mucho. Está mojado el paquete, porque lo rociamos con alcohol.
Darío toma la caja y baja la cabeza. Por el rabillo del ojo ve la indignación en los rostros de la fila expectante. En el apuro, la caja se le resbala. Siente en la garganta un estallido de desesperación: aún cuando logra dominar el paquete, le parece ver la caja rota, las cenizas desparramadas….capaz que algún hueso o hasta un diente aún sean reconocibles… Logra calmarse lo suficiente para escuchar al policía: -Es que era un envío oficial del Consulado de Italia, señora. Ya vio cómo es, tienen prioridad.
La puta madre, Tato. Mirá que sos jodido. Ni muerto dejás de romper las pelotas.
Desde el medio de la calle, Darío le hace una seña con la cabeza al Gringo, que a su vez llama a los otros.
Darío se para en uno de los escalones de la catedral y espera. El Gordo cruza hasta la plaza para tirar el vaso del café en un tacho. Bartolo habla con la agente que cuida la entrada del templo, mientras se frota el desinfectante que ella le rocía en las manos. El cura no está. Hay que llamar a la tarde y pedir un turno para la semana que viene.
Reunidos en la esquina, miran la caja con un dejo de resignación. Marcos se baja el barbijo y enciende un cigarrillo.
Cruzan una mirada rápida, satisfecha: el sol de las once se les antoja bendición suficiente.
Cuando el gordo vuelve de tirar el vaso, se encaminan despacio por la pendiente.
Abajo, sobre el río, una barcaza se lleva los últimos retazos de niebla.
Por MARÍA FERNANDA TRÉBOL – Licenciada en Comunicación Social