Cada vez que asoma, empieza un nuevo año, un nuevo ciclo. La estación me trae con sus naranjas, ocres y amarillos aroma de renovación y cambio; y es un tiempo para cambiar de ropaje; dejar que se caigan las hojas de viejas creencias que no me sirven, de máscaras que me protegen pero también me ocultan; es tiempo de volver al centro, de retornar a lo que se mueve dentro de mí, algo tan vivo como el inicio de la vida.
A medida que eso sucede me encuentro con lo más esencial y corre a través mío la savia de lo real y me detengo en el detalle exacto de soltar lo innecesario y retener lo indispensable. Y allí me quedo, de pie, despojada de tanto recoveco, siendo la que más auténticamente soy, dándole a mi espíritu el aire renovado de cada mañana.
Miro los árboles y ellos están en mí mismo proceso; un proceso de confiar y soltar, un proceso de encontrarse con lo que más importa y conectar con las raíces y cerciorarme que somos uno, que el pasado y el futuro se funden en el ahora y así, disfruto plenamente de estar viva, de saber qué es lo que me sostiene y hasta dónde quiero llegar.
Es otoño y es tiempo de renovación en lo antiguo y de fe en lo que todavía no conozco; es momento de confianza en la maestría de la naturaleza, en la necesidad de quedar con lo más indispensable para que pueda nacer lo nuevo, y darle lugar a la más genuina experiencia para que pueda florecer en la próxima Primavera.
Por María Elena Gherardi.