«ESCRITO A MANO», por SUSANA TOROSSI

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LA VOZ DE LOS MAYORES
Me pregunta mi amigo Federico si recuerdo alguna narración de la infancia. La memoria traviesa que me esconde las llaves, el celular y los lentes, cada dos por tres, en semejante oportunidad, viene pronta, y yo apuro la respuesta.
Mi papá contaba en la sobremesa de la cena, con música incidental de platos lavándose, sus historias infantiles o juveniles, unas graciosas y otras no tanto, pues casi toda su niñez fue un dolor. Una noche, narró un acontecimiento cruel, con la intención de mostrarnos qué clase de maestro había padecido en su breve paso por la escuela primaria, un español terrible que no les daba permiso ni para salir al baño. Y esto escuchamos, mi hermano y yo:
-Maestro.
-Y ahora, ¡qué quiere usted!
-Permiso para ir al fondo.
Ahí nomás, agregó, con la velocidad de un rayo, voló el puntero hasta la frente del suplicante que, de todos modos, a esta altura del pedido, hubiera llegado tarde al excusado.
El narrador se detuvo, la cara nublada de sombra. Los platos callaron, mi mamá se volvió para contemplar, y tras un suspiro profundo que partió la cocina en dos, él concluyó:
-¡Al fondo e la mar vas a ir, hijo e tu perversa madre!
Contundente, con tamaña imprecación, cerró la escena y nosotros quedamos boquiabiertos, temblando.
Entonces mi padre tomó el último sorbo de vino, retiró el vaso, hoy advierto, en actitud de aleja de mí este cáliz, dobló la servilleta, y dijo buenas noches. Estuve a punto de preguntarle si aquel valiente había sido él, pero algo parecido al temor de que me dijera que sí, me enmudeció.
Guardé este relato para siempre, con él no se atreve mi memoria. Como una siniestra postal, se me interpone cuando, en mis años de aprender o enseñar, evoco, con alivio, la imagen de una mano que, agitada de urgencia, rompe el silencio de la clase para avisar, sin más, señorita, voy al baño.
Otra noche, eran dos gallegos que jugaban a quién había logrado, en sus labores, la hazaña más extravagante. Y el primero decía que en mi huerto he cosechado un repollo tan pero tan grande que no pasa por la puerta del cobertizo. Y el otro, continuaba el narrador, con tono de “Ojo, que cierro”, le contestaba que en mi herrería he fabricado una olla más grande todavía, ¿Y pa qué? Pues, ¡pa poder cocinar tu repollo entero!
Esta vez, reímos hasta cansarnos, nos revolcábamos en el suelo imaginando a los dos grandulones, en una disputa ingenua, previa al descanso de un día largo de trabajo.
Mi nona María, italiana de nacimiento y argentina por desesperación, en las siestas de enero, con pan casero, cuchillo grande y sandía bajo el brazo, nos reunía en el montecito de los conejos, alto bulevar verde, fresco y próximo a la casa, y nosotros sabíamos que la cosa venía de cuento.
Aquella tarde, un racimo de nietos sentados a su alrededor, escuchamos sin pestañar el marcheggiano relato de dos chicos que, jugando en la vereda, un día se pelearon, los padres salieron cada cual a defender a su hijo, y en el encontronazo, uno mató al otro.
Veinticuatro horas después, prosiguió mi nona, mientras la gente acompañaba al cortejo fúnebre, i due ragazzi giocavano per la strada.
Episodio aleccionador, acaso mentiroso, que mi nona repetía también a sus hijas, en su español enrevesado, mientras los primos nos cascoteábamos por alguna tontería. Hoy, aparece en mi familia, cuando el domingo se me llena de nietos, y el patio es una invasión de pelotas, muñecas, y dinosaurios confabulados para el estruendo y el batifondo.
Ignoro si aquellos narradores orales, frente al auditorio infantil cautivado por la voz amorosa de padre y abuela, habrán sido conscientes de que estaban haciendo literatura.
Yo, sí, lo creo, de todo corazón.
Por SUSANA TOROSSI – Profesora de lengua y literatura/Escritora