En estos días comenzamos a ver por los negocios elementos que están a la venta para anticiparse a las Fiestas. El domingo pasado se inició la preparación de la Navidad con el Adviento. Como la palabra lo indica, este primer período del año litúrgico significa venida. Deriva del lenguaje civil en donde advén tus significaba la llegada de alguien importante y se instaba a desear esa venida. Se refiere a la conmemoración de Jesús, que nació en Belén y por eso armamos el pesebre que representa ese momento histórico tan significativo. Además recordamos que Él vendrá al fin de los tiempos como Señor de la Historia. Todos los días Él se hace aproxima por medio de los acontecimientos, personas y mensajes que nos permiten sintonizar con su presencia por la fe. Nos disponemos a recibirlo con una alegre esperanza porque debe ser el principal homenajeado. Si falta es como cuando celebramos un cumpleaños sin el agasajado.
Todos preparamos un ambiente festivo, no sólo en la Iglesia sino en los diferentes ambientes sociales porque Jesucristo con su llegada dividió la historia en dos partes: antes y después de Él. Desde su nacimiento comenzó un nuevo ciclo. No sólo se debe expresar en lo externo. Es un tiempo para renovar una espiritualidad que nos conduzca a vivir con nuestra esperanza puesta en aquel que nunca defrauda, renovando el buen humor, los anhelos más altos y el afecto sincero hacia los familiares, los conocidos y amigos. También surgen buenas iniciativas con gestos solidarios hacia los más sufrientes según las propias posibilidades, como mi amiga que ya está juntando juguetes para llevarlos a niños internados en el hospital Provincial de nuestra ciudad.
Jesús nació en Belén y el pesebre representa ese momento tan significativo.
Las expresiones de este tiempo no deben quedarse en la superficialidad. Conviene sembrar buena semilla en el interior para recolectar los frutos del Espíritu que son caridad, alegría, paz, paciencia, como dice la Carta a los Gálatas. Durante este período podemos fijarnos en los que participaron de cerca en el nacimiento de Jesús: María, José, los pastores, los reyes. Todos estaban alegres. Nos muestran que la verdadera alegría no debe depender de los sucesos.
Bienvenidas sean las noticias agradables, el desahogo económico, la buena salud, pero el gozo no puede asentarse solamente sobre esas bases de arena que pueden estar en un momento y luego desmoronarse por las tormentas de la vida. Es necesario que estén sólidamente asentados sobre la roca firme. Chéster ton afirmaba: “La alegría que fue una pequeña aparición del pagano, es el gigantesco secreto del cristiano”. Es cuestión de alegrarse en el Señor como escribió Pablo a los Filipenses.
El gran sabio dominico Tomás de Aquino enseñó que “la alegría es una virtud no distinta de la caridad, sino cierto acto y efecto suyo”. El júbilo auténtico tiene una raíz honda que va más allá de lo pasajero al proceder del verdadero amor. En estos días aconsejo a los que me preguntan cómo vivir este tiempo: que ofrezcan palabras de aliento, que reconozcan los valores de los cercanos en lugar de señalar los defectos que deben corregir, aceptando a la gente como es, con un rostro sonriente. De esa manera es posible contribuir a que el ambiente sea más agradable llevando el regocijo espiritual con obras de compasión.
La alegría es una virtud que va más allá del estado de ánimo que surge de las circunstancias agradables. Por eso rezamos: “Concédenos llegar a la Navidad –fiesta de gozo y salvación – y poder celebrarla con alegría desbordante” (como ya rezamos en la Oración colecta del Domingo III de Adviento). Se trata de ejercitarse cada día en la actitud de ser felices. Sería como ponerse unos anteojos que nos ayuden a mirar la realidad con un color agradable. Es un hábito interno que permite luchar contra la tristeza, la preocupación, los prejuicios. Se requiere una visión madura jubilosa que nos haga ver toda la realidad con esperanza.
En este tiempo de transformación espiritual, el principal enemigo que estamos llamados a expulsar es la melancolía, producto de sentimientos enfermizos que intentan turbar a los argumentos para el regocijo interior. Es muy importante pedir la purificación de nuestra conciencia para vencer la tristeza que es fruto del desorden. Rescataremos la alegría sólo con la purificación que nos da el sacramento de la Reconciliación. En Proverbios 17,22 leemos: “Gran remedio es el corazón alegre, pero el ánimo decaído seca los huesos”.
Después la lucha tiene que continuar y la mejor ascesis es superar las amarguras y temores con una sonrisa en el rostro que le avisa al alma que debe deleitarse. La mirada humilde y el buen humor resultan ser un arma espiritual de gran eficacia. Al mismo tiempo, ese gesto lozano es una demostración incuestionable del amor fraterno. En una petición que hicimos el domingo pasado dijimos: “Aviva en tus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene, acompañados por las buenas obras”. Me parece que una labor compasiva por excelencia es una sonrisa que inspire confianza y ganas de vivir mejor.
Cada mañana comencemos repitiendo la frase del Salmo 118: “Éste es el día que hizo el Señor, alegrémonos todos en Él”. De esa manera, la jornada será diferente porque pase lo que pase podremos cultivar una actitud virtuosa que nos permita vivir la esperanza alegremente en medio de cualquier circunstancia. Es posible sustentarla por encima de todo lo aparente. Va más allá de la diversión ruidosa, el alboroto endeble, los objetos que la sociedad de consumo ofrece o unas cuantas copas para estar contentos en el momento. La verdadera alegría es la de compartir, no de acaparar; de servir, no de dominar; ser libre, no la evasión frívola.
Conviene pedir ayuda a Dios para cultivarla en el campo de nuestro interior en donde tenemos nuestras siembras, riegos, podas, cosechas, tormentas y sequías. Como agricultores del alma sabemos que la buena productividad depende de la lluvia del cielo que nos permite dar buenos frutos. Recemos insistentemente: “Señor, dame alegría para que pueda contagiarla a los demás”.
Por JORGE NARDI.