«FIESTAS», por MARÍA FERNANDA TREBOL

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OBJETOS PERDIDOS

FIESTAS

Hace unos días, recibí una de las invitaciones más hermosas que podría llegar hasta mí: revisar algunas cajas de libros viejos, para quedarme con los que quisiera. Jamás pude resistir el llamado de esos volúmenes ajados, prontos a ser abandonados a su suerte, con todo el peso del tiempo amarronándoles la piel. Por otra parte, si hay algo que me hace amar a los libros usados además de su “ser en sí”, son las huellas que guardan: marcas, notas manuscritas, subrayados, pequeños objetos olvidados en su labor de señaladores. Siento que esos rastros invitan a alguien más al diálogo entre el autor y el lector, a un fantasma que duerme entre las páginas hasta que éstas se abren.

Allá fui, temprano, con un carrito de hacer mandados, por si la cantidad era la que mi corazón esperaba. No me importaba, claro, que en el último mueble que hice construir quedara poco espacio…

Cuando llegué al lugar, había cajas. Dos o tres de ellas esperaban mi examen. Ni bien me acerqué a la primera, percibí la señal: arriba de todos sus compañeros de naufragio, destellaba un título: “El Jardín de Epicuro”, de Anatole France. Sonreí, claro, mientras apartaba el ejemplar. Un millón de imágenes tomaron mi mente por asalto. Algunas de ellas tenían que ver con ese hermoso fenómeno cultural que fueron la librería y el grupo cultural así llamados en Casilda. Otras, con algunos de sus miembros, los que conocí más. Mezcladas, las instantáneas de las sucesivas Fiestas del Libro, espacio vivo que florecía cada año desde 1992. Analizando en retrospectiva lo que fueron los 90, aquel fue un espacio de pensamiento, resistencia y alegría creativa. Yo no formé parte de su núcleo gestor, pero agradezco haber estado cerca.

Sostuve por un rato el libro de France. Estaba muy cuidado: ejemplar de tapas duras, forrado prolijamente con nylon transparente. Si alguien se hubiera detenido a mirarme, hubiera creído que estaba analizando la portada con excesiva minucia. Lo que pasaba, en realidad, no era eso. De repente, me volví a a ver en la escalera de la Galería, leyendo un poema para la inauguración del primer local de la librería. Tenía 16 años. Después de ese recuerdo, la catarata se hizo imparable:  el logo-árbol vidente y andante; mi mamá y sus poemas impresos en ropa para armar lo que no sabíamos que se llamaba “instalación”; las mil y una tardes de mate y libros con ella, Palmira, la Pulu y Nicolasa (y el Quiqui, la Pichi Gorda, Selene, la Negrita y, más tarde, la Luna); la enredadera del patio de esa casa de enfrente a la que vuelvo con mi pensamiento;  la primera Fiesta del Libro hecha en la vieja sede el Museo Municipal (“Fiesta”, no “Feria”, eh!) ; Landi convidándome pasas de uva en el local de calle Sarmiento; Diego hablando de Artaud o de Juan L; Hugo saludándome desde la esquina de Buenos Aires y Sarmiento; mi hermano llamado por su segundo nombre “Pablo”; Claudio develando obras de arte con sus tizas en las paredes roídas; los fanzines de “Impronta en el Margen”; Argentino Moreira Ramos leyendo sus versos en el grupo literario que compartíamos junto a Palmira, Sandra y mi mamá; Leandro cantando con su guitarra en la séptima edición de la Fiesta; María José posando para una foto con una pava inmensa en la mano; Miguel en el local de la cortada riéndose, siempre riéndose… Todo y todos sucediendo, en el presente sensible que transcurre en la memoria y en los sueños.

Con ese bochinche maravilloso, me dejé llevar y arrasé las cajas. Adán Buenosayres, las aguafuertes de Roberto Arlt, más un libro que analiza a este autor, una antología de Miguel Hernández, “Todos los hombres son mortales”, La Mujer Rota” y “Una muerte muy dulce” de Simone de Beauvoir, cinco conferencias de Borges compiladas, “Narraciones” de Chejov, dos tomos de una edición en italiano de La Divina Comedia de 1945 hecha por Mondadori; un mamotreto inmenso de Aguilar que analiza la ciudad como fenómeno (impreso en España en un papel que invita a la caricia), cuentos de Alcides Greca, “Aleluyas del Brigadier” de Mateo Booz.

Y más.

Y más.

Por supuesto, “El Jardín de Epicuro” coronó la colecta. Volví a casa con el carrito lleno de universos y una esplendorosa murga de recuerdos alegrándome el alma.

Agradecí, por supuesto, la generosa oferta.

Tal vez, quien la realizó no lo sabía, pero, además de haberme dado un magnífico regalo, sin dudas, me había invitado a una fiesta.

 

Por MARÍA FERNANDA TREBOL – Licenciada en Comunicación Social / Escritora