Alguna vez cada tanto, las amigas de Irene ríen y la molestan porque ella no puede deshacerse de las cosas.
Empiezan a preguntar en tono de burla cómo es que todavía conserva esa taza a lunares vieja que ya está rajada, cómo no tira a la basura ese pulóver que tiene un agujero bien redondo en medio de la panza producto de un cigarrillo inesperado, cómo no deja de usar ese acolchado viejo, manchado con lavandina
y bastante descosido.
Irene también ríe y explica que bueno, que le cuesta soltar las cosas materiales.
Y siempre responde que cada cosa «todavía cumple su función».
Pero lo cierto es que, cuando cada mañana toma el café y apoya el labio en el huequito del borde de su taza, y cuando se tapa hasta el cuello con el acolchado las noches frías de otoño, y cuando pasa la yema del dedo índice sobre el agujero todo redondo del pulóver, suave, como si acariciara una cicatriz, piensa en otra cosa.
Cuando Irene dice que no se anima a tirar y olvidar porque eso todavía sirve, porque todavía calienta, porque está roto pero no perdido; también está hablando en ella.