PIES DESCALZOS

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Todos solemos recordar cuál fue nuestro primer contacto con el sufrimiento o las carencias de los otros.

En mi caso habré tenido cinco años, estábamos con mi familia recién llegados a Chañar Ladeado, bucólico y próspero pueblo del sur santafesino. No conocíamos todavía a nadie y vivíamos en las habitaciones de atrás de la confitería bailable que mis jóvenes hermanos varones habían inaugurado, precursora en la zona y merecedora de un relato aparte.

Mientras papá y los chicos alternaban entre el oficio tradicional de carpinteros de los Infante y Boom’70, que así se llamaba el boliche, yo acompañaba a mamá a cada lugar donde ella iba. Todavía no había hecho amigos,  tampoco empezado el primer grado.

Así que mis días pasaban lentamente mirando hacer a los míos, dibujando, jugando sola con lo que la imaginación dictara, viendo a la vieja coser para los hombres, para mis pocas muñecas y para mí. Yendo a misa con ella, sentándonos a la derecha en los bancos de atrás. Haciendo mandados y mirándola cocinar.

Vivíamos por la calle Italia, frente al gran hotel del mismo nombre. Y me encantaba ir tomadas de la mano hasta la panadería de la esquina, un par de cuadras más allá. Siempre amé –y amo … ¿y quién no ?- el perfume fragante del pan recién horneado. Amén de las tortitas negras, mi locura hasta la fecha.

A mitad de una mañana de otoño quizás, fresca y soleada, y digo tal vez porque hoy algo en el aire me llevó a ese momento, tuve mi primera experiencia con la carencia ajena, de un modo manifiesto.

Estábamos esperando turno para ser atendidas y entró una nena más o menos de mi edad, con un vestidito liviano de florcitas y mangas cortas, cabello al hombro, despeinada, cara sucia pero de suciedad reciente, bigotes de café con leche imagino. Enorme sonrisa y descalza. A pedir bizcochos, que le dieron con respeto y afectuosamente.

La miré fijo y mamá me miro a su vez, haciéndome entender que no estaba bien que la observara así. La nena me  sonrió como un sol, salió y se sentó en el umbral de la panadería, sin abrir la bolsa, jugando con unas piedritas casuales a hacer garabatos en la vereda.

Mientras esperábamos adentro nuestro pan francés y mi tortita negra, abracé a mami y me puse a llorar, pensando en los piecitos descalzos de esa nena  tan parecida a mí.

Mamá me secó las lágrimas, se puso a mi altura y me dijo:“¿Qué te parece que podemos hacer?”. Le contesté rápido “comprarle zapatos”. Pero mi viejita sabia me preguntó “¿y los tuyos?”. Miré entonces mis guillerminas blancas  … eran mis zapatos amados, no tan nuevos, pero los de salir, no tenía muchos, solamente esos y otros oscuros para la escuela.

Dudé y quise no tener que hacerlo, me dolía.  Pero más aún dolía la nena descalza, cómo hería. Salí, me descalcé y se los di. Con asombro me sonrió, abrió la bolsa y me convidó un bizcocho.

Volví a casa upa de mamá, dos cuadras, era menuda pero no un bebé, pobre madre mía y su cintura. Con el canasto colorido del pan tibio.

Después de mucho tiempo, pude entender esa pequeña gran lección, una de tantas que la vieja me dio en su larga vida: caridad no es dar aquello que nos sobra. Es compartir las cosas que son valiosas para nosotros con quienes no las tienen. Y esto aplica no solamente a lo material.

Los años pasaron. En los pueblos chicos los infiernos son grandes, pero los pobres no son anónimos. Y si supieran … si supieran qué buen destino pudo forjarse la nena de pies descalzos. No puedo, juro que no puedo decirlo pero quizás ella sabe, como yo sé, de qué cosa estoy hablando. Porque hoy ella lleva su amor y su solidaridad allí por donde va. Devuelve, porque es generosa.

También supe, cuando pasó la vida, que mamá de pequeña debía compartir con sus hermanas los únicos zapatos decentes que tenían, aún siendo hijas de zapatero, ya que vivieron épocas duras. Acostumbraban a andar descalzas por las callecitas del pueblo italiano de montaña.

Como soy de las que van atando cabos, permanentemente, un recuerdo allí, otro más acá,  uní historias,  até momentos con un hilo invisible y la trama apareció ante mí. Entendí el por qué de su gesto.

Y agradecí la enseñanza.

Por MARÍA ROSA INFANTE