QUE ESTA TARDE CUESTE LO QUE CUESTE…

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En todos lados hacíamos pata ancha menos en el Barrio La Laguna. Ahí sí que no arrimábamos el chico. Eran una especie de microbio kingkongnesco del futbol de potrero. Un Bicho enorme, feo, aterrador, que no cabía en la cabeza del más noble ni el más cruel de los niños. Te pasaban por al lado y te aniquilaban cada uno de los alvéolos de ilusión. Volteaban al que tocaban. Jugar con ellos era una verdadera catástrofe. Era enfrentarse a un monstruo del fútbol infantil, que diseminaba miedo, infectaba y enfermaba con su juego. Un virus que te pintaba la cara y ¡qué feo que era eso, por Dios! Nos volvían locos. Nos hacían correr para todos lados escondiéndonos la pelota. Ir a La Laguna era como pasar por el surtidor y pedirles que te llenaran el tanque de frustración. Y así su imperio, más rápido que Caniggia, se fue extendiendo, de región en región, contagiando su hegemonía sin dejar títere con cabeza en todos los campitos del planeta.

Y la verdad era que ya estábamos bastante cansados de que se florearan en el patio del recreo y alardearan con estadísticas de aquellos a quienes les habían hecho morder el polvo. Y en esa lista, se pasaban por el traste a todos, sin importarles la raza ni el color de la piel, como decía la vieja melodía religiosa que aprendimos en catequesis.

De todas partes viajábamos a jugar y regresábamos infectados de rabia por el baile que nos pegaban. Y esa rabia se hacía ira y se transformaba en epidemia.

Pero el fútbol, una vez más, nos enseñó que a todo chancho le llega su San Martín. ¡Uy! Sin querer, encontré a alguien que quizás tuviera algo para decirnos, si de liberarnos de una fuerte opresión se trataba la cosa. Recordar a Don José hizo que dejara de comerme los mocos y me pusiera las pilas. Me cayó la ficha y me di cuenta de que para enfrentar a la bestia teníamos que ser capaces de organizarnos y juntar a los mejores.

Aunque el fútbol de potrero es espontáneo, imprevisto, esta vez, el sistema sería importante y era hora de construir uno que fuera muy eficaz. Porque cuando tenés buenos jugadores, dormís sin frazadas sabiendo que los tipos te ganan los partidos solos. Pero en este caso, los que hacían daño, jugaban todos para ellos y había que neutralizarlos colectiva y estratégicamente.

Necesitábamos preparación. Si pretendíamos intercambiar golpe por golpe, nos mandarían a la lona en un santiamén. Revolví entre mis cosas y descubrí un tiempo en el que estuve castigado por una cagada que me había mandado en el colegio. Me mamé un poco más de un mes acuartelado en mi casa y encima mi viejo, me levantaba la persiana y me hacía sentar en una silla, para que viera cómo mis amigos disfrutaban a más no poder en la canchita de enfrente. Les juro que cuando cumplí mi cuarentena, salí como un tigre enjaulado listo para enfrentar a Diego, Messi, Di Stefano, Cruyff y Pelé juntos. Había acumulado toneladas de energía, coraje y me sentía capaz de todo.

Tenía muy claro, a pesar de mi corta edad, que solo no podría y había que escoger buenos instrumentos para luego ponerlos al servicio de la orquesta.

Elegir por ejemplo alguno medio bombero que apagara el incendio cada vez que se nos llenara la cocina de humo.
Otro que velara por la salud del equipo. Un especialista en atender urgencias, presto y generoso a la hora de mojar la camiseta y jugársela por el equipo. Un tipo que se preocupara por mantenernos en forma previniendo los contraataques de los rivales. Esas transiciones rápidas, así le llaman ahora, que te dejan sin aliento, te ahogan y te hacen boquear como un pez fuera del agua.

Necesitábamos un par de carrileros de guantes blancos, que vayan y vengan evitando que se propague el dominio, la supremacía. Porque el fútbol es lindo cuando no lo gana siempre el mismo.

También un zaguero tipo policía, que nos mantuviera ordenados cerca de nuestra casa. Y si tenía que poner pierna fuerte para protegernos de las estocadas letales del rival, bájele el bigote, amigo. ¿Se acuerdan cuando jugábamos al ladrón y poli en la escuela, que siempre había una “casa” donde estábamos seguros y nadie nos podía tocar?
El otro marcador central tiene que ser un custodio, un cancerbero de nuestras raíces. Debe resguardarnos en nuestro nido de origen y convencernos acerca de la importancia de los vínculos primarios. Mostrarnos con el ejemplo que los grandes grupos humanos crecieron a la sombra del valor de la cohesión y el afecto. ¿O no escuchan a los jugadores antes de entrar a la cancha, gritar? ¡Vamos a ganar! Por nosotros, por los hinchas y por nuestras familias. ¡Ra, Ra, Ra!

Por esa vez, en virtud de la dinámica, el despliegue y la intensidad necesarios para la causa, preferimos cuidar a los más viejos y no exponerlos al desafío.

Para ir a La Laguna, necesitábamos obediencia y voluntad. Quizás teníamos que resignar un poco de belleza, de estética, pero las prioridades eran otras. El esfuerzo, el compromiso, la responsabilidad. Creo que hasta los más puristas hubieran advertido que se trataba de una situación límite y hubieran mirado para otro lado. Y además…, vemos hoy tanto animal pateando para arriba, chocando y corriendo sin sentido, justificándose en la práctica de un fútbol moderno, que no me vengan ahora a pintar indios con bigotes.

Entonces, ¿los talentosos quedaron en el banco de suplentes esa vez? De ninguna manera. Como siempre fueron los líderes que crearon nuevos métodos para enfrentar a este tipo de rivales. Que se dejaron llevar por su instinto e inspiración y descubrieron la mejor jugada para vacunarlos y hacerlos sacar del medio.

Por fin los reuní a todos. Habíamos quedado esa tarde en la canchita de Los Cejas. A medida que fuimos llegando, los junté a la sombra de un árbol y apelando a una frase cargada de sabiduría les dije tres cosas que nunca más volví a decir antes de jugar un partido de fútbol:

Sólo por hoy “esto no es un juego”.
Sólo por hoy “hay que ganar como sea”.
Sólo por hoy “no quiero que dejemos la vida en la cancha”.

 

Texto: Fernando Vergara / Ilustración: Gabriel Griffa.