Y en definitiva uno se siente pender de un hilo cuando la muerte te roza la espalda, como acariciándote, susurrándote al oído que aún te queda tiempo para lo que no hiciste, para eso que dejaste para más adelante, para aquello que postergaste.
El sacudón es real y fuerte, tanto como una cachetada o como un latigazo que arde en la piel y se siente hasta en los huesos.
Y ahí tomamos conciencia de lo finitos que somos, de lo rápido que todo sucede y pasa delante de nuestros ojos, a veces sin que podamos percibirlo. O aún teniendo la certeza de que se va y no vuelve más, nos damos el lujo de no aprovecharlo como si fuera nuestra última oportunidad y perdemos gente, cosas, oportunidades, amigos, afectos, amores, pasiones, familiares.. perdemos y es ya una costumbre, andar dejando de lado lo que nos mantiene vivos.
Finitos, diminutos, invisibles, para este universo que gira a nuestro alrededor con prisa y sin pausa y entonces en vez de tirar todo por la borda, debemos detener la marcha, girar el timón en otra dirección y mirar, mirarnos, inspirar, soltar el aire y volver a empezar, pero con la conciencia de que ya nada volverá a ser igual.
Ahora falta todo.. falta su voz, su saludo, su presencia, su abrazo y hasta faltará su adiós para siempre.
Faltará, aunque quedará en mí el recuerdo de su paso por mi vida.. eso si no me lo puede quitar la muerte, eso es de cada uno de nosotros y permanecerá en lo más profundo del alma de quienes haya acariciado su ser, en este ínfimo minuto del reloj del tiempo.
Por AMPARO LECCESE