«CLAVE DE MÍ», por MARÍA ROSA INFANTE

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PEDRO  FELIPE  MIGNON  QUIERE  CRECER

Cuando Pedro  Felipe leyó la historia de Peter Pan, supo que él sí quería crecer. Rápido, en lo posible. Le había gustado el análisis del cuento, en el cole y con la profe de Literatura, pero no entendía el mensaje. Tampoco quería comprenderlo, en realidad. El más chico de los Mignon, una familia como tantas de un bucólico pueblito pampeano, estaba apurado por cumplir sus trece. Faltaba poco, pero los días se hacían eternos. Delgado, castaño e inquieto, Pedro tenía un remolino en su frente  y un par de ojos como carboncitos encendidos.

Era un buen alumno, un hijo amoroso y un hermano solícito. Pero  donde disfrutaba, soñaba y reía con más ganas, era en el club. ¡Cuánto le gustaban a Pepín las prácticas de fútbol con sus amigos!

El sueño de su vida era jugar de cinco y que una popular coreara con pasión su nombre. “Pepííín…. Pepííín …”, cerraba los ojos y podía oírlo. Para eso tenía que crecer. Seguramente Peter Pan no había conocido la magia de una pelota, meditaba ensimismado.

Unas semanas atrás, el día que Marita, la profesora, los hizo trabajar junto a sus compañeros

con el relato de James M. Barrie,  decidió que Nunca Jamás se transformaría en Siempre Es Posible. No se le daban bien las metáforas, pero adoraba hacer comparaciones y la historia le vino como pelota al pie, más que como anillo al dedo.

Hablando de analogías,  Pedro-Peter tenía su propia Campanita. Su amiga de la cuadra, Ema, que lo alentaba creyendo en su talento como jugador de fútbol. Era menudita como el hada, siempre revoloteándole con su voz cantarina y su alegría. Fantástico estar con ella, andar en bici, robar moras y mandarinas. Ema-Campanita lo acompañaba martes y jueves por las tardes hasta la práctica, dejaban las bicicletas en la entrada y ahí cada uno a lo suyo: Pedro a correr desaforado con los chicos y ella a patinar en el gimnasio cubierto, con las chicas. La vida de club tiene mucho de bueno en todos lados, pero en los pueblos es especialmente encantadora.

Juan, el entrenador -¡una institución!-, esperaba a los pibes con su silbato entre los dientes, los brazos en jarra y la vieja camiseta roja de sus amores. Era tan duro como tierno, todos lo querían. Siempre serio, se ablandaba y sus ojos se humedecían al recordar con sus jugadores  adolescentes aquel campeonato -veinte años atrás- en que fue protagonista. Patrón de la victoria contundente en la final regional, con dos golazos de media cancha. Pedro quería a Juan, solamente un poquito menos que a su viejo, porque le parecía lo correcto.

Juan en las prácticas y Ema,  durante las tardes en la vereda -una vez hecha la tarea y perdido el tiempo reglamentario navegando por la red- eran quienes echaban leña al fuego de su sueño futbolero. En casa no tanto, papá y mamá preferían que fuera solamente un pasatiempo. Sus hermanos eran chiquitos y estaban ocupados aún en sus caprichos.

Con sus doce casi trece, se avecinaba una prueba crucial. Pepín sabía que tenía las dotes de un buen cinco, Juan le había explicado: buena visión del juego,  capacidad de armarlo,  generosidad de distribuirlo entre sus compañeros. El entrenador le hablaba de Mascherano, de Gago y de Gallego cuando se remontaba en el tiempo.  Pedro había googleado al último,  porque a ese tal Tolo no lo ubicaba, claro. Era evidente que Juan lo admiraba, lo describía como un jugador con un fuego sagrado pocas veces visto, una muralla en el mediocampo,  un volante central con cara de pocos amigos, un guerrero en la cancha, combativo y sacrificado por el equipo. Pepín conocía esas palabras de memoria.

A los trece, número que lo ponía ansioso, por eso el apuro y las ganas desmedidas, iban a “probarlo”. Venía un señor importante de la Capital buscando mediocampistas.  Unos cuantos chicos del pueblo iban a tentar suerte, con la ilusión  que el “cazatalentos” los mirase, los viese, los eligiese. Las épocas cambian, pero los sueños de gloria se mantienen intactos.

Pedro soñaba, entrenaba y quería crecer. Urgente. Seguro que mamá hacía una chocotorta con trece velitas, un par de bizcochuelos, invitaba a la familia.  Él se avergonzaba un poco, no demasiado, prefería una salida con compañeros y esperaba de regalo el bolso deportivo,  las canilleras, quizás unos botines nuevos.

Ema le decía que trece no era yeta, que era su número de la suerte, su pasaje de ida a las inferiores de un club de los grandes.

Pedro-Peter se esmeraba, tanto entrenando como en la escuela. Juan insistía en eso de las capacidades intelectuales. Les martillaba la cabeza a él y sus compañeros con eso de “…tienen que entender el juego y eso no es para cualquiera, no me abandonen el estudio, ¿eh?”. Cada tanto, cuando Pedro se quedaba un ratito más, mientras el entrenador acomodaba conos y pelotas, hablaban a solas. Entonces Juan se sentaba en la hierba fresca, miraban los dos el campo verde, cuidado y pulcro, el sol cayendo oblicuo sobre los arcos. Y lo sermoneaba. Que tenés que saber defender, tanto en la cancha como en la vida. Que tu puesto es el círculo central, pero no te la creas aunque el juego gire en torno a vos. Que en el mediocampo la magia sucede, Pepín. Que es maravilloso, pibe, crear oportunidades.  Que la constancia, la paciencia, la solidaridad, la generosidad en todos los órdenes, son fundamentales. Pedro sentía una emoción que le cerraba el pecho al escucharlo, pero por pudor solamente asentía en silencio. Y cuando el sermón afectuoso terminaba, se paraban rápido, se sacudían el pasto, se estrechaban las manos muy serios y seguían con sus días.

Pedro Felipe Mignon, alias “Pepín”, hubiera querido decirle a Peter Pan que crecer estaba bueno, que si Campanita era su amiguísima no lo abandonaría, que había un lugar mejor que Nunca Jamás para vivir. Que los niños perdidos, si perseguían un sueño con voluntad y tesón iban a encontrarse. Se lo contó a Marita, la profe de Literatura. Ella sonrió con ternura, le dio un beso sonoro en la mejilla y le dijo que ése  era el mejor análisis literario de sus años de docencia.

Faltaban tres meses para la prueba. Si por algo Pedro hubiese querido estar en la piel de Peter, era para volar. En el tiempo. Y nada más.

 

Por MARÍA ROSA INFANTE – Escritora