«CLAVE DE MÍ»: «YO FUI PAPÁ NOEL», por MARÍA ROSA INFANTE

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YO FUI PAPÁ NOEL

A la cena multitudinaria del 24, siempre uno llegaba tarde. Uno de mis hermanos y su prole, porque les encantaba pelearse en Nochebuena. Tal vez para reconciliarse después.

Por lo demás, todo estaba en orden. En un caótico desorden ordenado, bullicioso, acalorado, agitado y desbordante de emociones.

Pero esta bella puesta en escena familiar empezaba cada 8 de Diciembre al armar el árbol. Era el preludio de esa noche de lucecitas, regalos, abrazos, llantos y promesas que ya habría tiempo de incumplir durante el año.

Un árbol flaco y alto se alzaba en el living de la casa de calle Alberdi, con globitos de colores brillantes que se rompían fácilmente y mamá camuflaba entre el follaje.

Nada de sofisticación, se mezclaban tonos imposibles, no existía la moda todo rojo, todo dorado, todo blanco.

Eso sí: el pesebre tenía que ser maravilloso y para eso había que sudar. Pintar y repintar cada vez a San José, María, el Niño, los Reyes. Ni los pastores o los animalitos zafaban.

El problema era cómo suspender la estrella cometa en lo alto con un hilo invisible que se veía irremediablemente. O colgar los angelitos sin que terminaran de narices entre ovejas y burritos.

Mami se empeñaba en hacer un lago, volviendo el escenario muy bizarro ya que no los había en Belén. Pero ahí estaba, un espejo roto rodeado de piedritas de canto rodado. Un año se atrevió a improvisar … una cascada !! Con un rociador oculto, tierna ridiculez que significó un primer premio ficticio en la competencia de pesebres domésticos del pueblo.

El papel madera daba credibilidad al pesebrito, con unas pinceladas de témpera. Y sobre el final, una lluvia de algodón cuando no de harina para cubrir de nieve el asunto. Ahora entiendo que eran resabios maternos de tantas navidades blancas en una lejana Italia natal.

Era cálido y algo grotesco, nuestro pesebre. Pero emanaba un calor humano y un candor innegables. Tanto era así que con el correr de los días desde que era armado, parecía que no éramos solamente nosotros los habitantes de la casa, sino cada pequeña figura. Y más que nadie el Niño, que el 24 a medianoche mamá sustituía por uno luminoso. Jesús niño luminoso, sí señor. Que calentábamos cerca de una lámpara para que brillara más.

Era todo simple, sin estridencias, sin tanto brillo, nada de glamour, pero con un encanto que nos marcaría, a muchos, para siempre.

Así llegábamos a Nochebuena, luego del reparto de “qué hacer” para la cena. Dos días antes, mamá había ya empezado la ceremonia de los panes dulces, que a la distancia me parecen más ricos de lo que deben haber sido en realidad.

Papá lidiaba con otros aspectos del encuentro familiar, ma non troppo. Porque él era un disfrutador, pero no un organizador nato. Y mamá lo corría del medio para que no metiera dedos en sus ollas “para dar el veredicto”.

Estábamos todos. Pero todos. Un árbol genealógico entero con lugar para las familias políticas.

Mesa larguísima con el mejor mantel blanco, vajilla desigual y un centro de mesa hecho con un tronco barnizado que nos acompañó por años, cambiando guirnaldas por flores y flores por estrellas y estrellas por velas y así hasta que lo jubilamos.

Cuando nos sentábamos, habiendo llegado el último, el que siempre se retrasaba, mamá hacía la señal de la cruz y arrancábamos. Solía llegar muy cansada a ese momento, bella siempre, peinadita con prolijidad, pero cansada. En cambio el viejo estaba en su mejor momento, porque amaba con locura esas mesas llenas de hijos, nietos, consuegros y cuantos quisieran sumarse.

Recuerdo los perfumes, los aromas de la mesa, los rostros felices, los ojitos de asombro de mis sobrinos, las manos entrelazadas, los gritos, las anécdotas de siempre, alguna sacada de cuero merecida o no, el silencio expectante antes de las doce campanadas de la iglesia del pueblo.

A medianoche, brindis con sidra, abrazos apretados, húmedos de lágrimas y calor. Y la ceremonia de Papá Noel. No nos planteábamos si era o no contrario a la imagen del Niñito Dios con que nos habíamos criado mis hermanos y yo. Mis sobrinos eran (son) de otra generación y al menos de pequeños no se cuestionaban si Santa era herencia de otros países, si era un gordo imperialista o no.

Y ahí me tocaba ser protagonista. Por años lo hice y fui feliz haciéndolo para mis muchos sobrinitos y sobrinitas. Me escabullía discretamente de la mesa y detrás me seguían algunas de mis cuñadas.

En la habitación de mamá y papá esperaba el traje de Papá Noel, un enterito rojo que mis hermanas postizas llenaban de almohadones para simular panza y otras partes. Gorro, barba de algodón (casera), botas, guantes, cinto y los regalos (que no eran tantos) en las fundas de almohadas que usábamos como bolsas.

Entonces, con una campanita de bronce, entraba con las luces apagadas para que los niñitos más grandes no “se avivaran”, mientras algunos de los más chicos gritaban de emoción o de susto. Una cajita de música sobre el piano giraba y giraba con las notas de Noche de Paz.

Yo no hablaba, solamente caminaba despacito, agachada, con paso cansino, acariciando rostros, saludando, dejando los paquetes al pie del árbol.

Y desaparecía. Me llevaba conmigo las miradas, las sonrisas y los besos de cada uno de mis queridos y les dejaba la promesa de volver al año siguiente, si se portaban bien.

Mientras chicos y grandes abrían regalos, entraba por otra puerta e iba directo a ducharme, tanto era el calor que me agobiaba. Y ahí me preparaba para, diosa como toda jovencísima mujer, salir con mis amigas a conquistar el mundo. O simplemente a la conquista del chico que me gustaba.

Nadie decía nada cuando media hora después me veían aparecer. Solamente medias sonrisas cómplices o el comentario sobre el reloj que no me había sacado, que se veía y podía delatarme. Si alguno se dio cuenta, de los chicos digo, nunca lo supimos !!

Después, con los años, tomaron la posta mis sobrinos mayores. Y así, cada uno fue Papá Noel para los pequeños de nuestra bella y numerosa familia.

Todavía siento, si cierro los ojos, esa adrenalina, esa emoción. Veo esa procesión humana yendo del garage al árbol a buscar su ilusión, un viaje tan corto y tan enorme.

No solamente los chiquitos esperaban. Esperábamos todos. No hay cosa más conmovedora que compartir la esperanza.

Ese es el significado de la Navidad: esperar, creer, amar y compartir. Nacer una y otra vez a esos sentimientos en el Belén del mundo. Con Jesús.

En esos días de Papá Noel, pude entenderlo y agradezco a Dios por eso. Doy fe que entre Santa y el Niño, no hubo conflictos.

Fui Papá Noel. Orgullosa de haberlo sido.

                                                                                                  ¡Y Feliz Navidad para todos!

 

Por MARÍA ROSA INFANTE