El puma no se acuerda de la distancia que lo separa de la selva o la pradera.
Mira con su pose que parece que avanza, pero no; que se detiene, pero no.
Le da la espalda al parque de los niños. Parece decir: De acá para atrás, sólo están permitidos el juego, la risa y la alegría. Lo protege, lo cuida…
Su porte majestuoso es la vigilia del paisaje. De día y de noche.
Quedó atrapado para siempre en una estampa en la que su silueta es protagonista.
No corre porque no sabe.
No escucha; no piensa.
No camina, no puede.
No descansa; no duerme.
No bebe; no se alimenta.
No es autóctono, pero es como si lo fuera.
La energía la toma de la gente que transita la plaza.
Puro símbolo. Pura magia.
Él define el paisaje y no le importa el color con que lo vistan.
Sigiloso, constante.
Descansa en la vigilia del cemento.
No extraña lo salvaje de su especie porque nunca fue cachorro ni manada.
Se recorta, soberbio, en la mitad más alta de la plaza; hacia abajo y adelante, la fuente, de la que no podrá beber jamás el agua.
No se mueve ni ahora ni nunca.
Ningún milagro le dará la vida; pero vive.
Cabeza altiva que descansa en el verde de los árboles o en la manta celeste de los cielos.
Centinela de color que cuida cómo todo se transforma y permanece.
El puma de la plaza mira, de soslayo, desvelado, la ciudad que duerme o que se agita como una rama al viento.
Tal vez se crea inmortal, quizás eterno.
Un puma quieto, perfecto y solitario.
TEXTO: MARCELA RUIZ