Sin que nadie lo note, se partió en dos la noche
por el roce de un ala
y me dejó en el borde de la cama,
la mística dulzura de la pluma.
Entonces, entreví la suavidad de seda
que ha de tener mi almohada.
La última, la que nunca veré y ha de ser para siempre.
Seguramente, es la piedad del ángel,
Que se acerca de nuevo a mi rechazo.
Su sombra, que otra vez me acompaña.
Su caricia, tantas veces perdida.
Su transparencia azul, recuperada.
El fulgor de su mano,
sobre el cristal opaco de mi pena.
Mi fe, que vuelve a atarse,
al destello fugaz de su mirada.
TEXTO: MARÍA ESTHER MIRAD