Abrió la puerta para salir a la calle y segundos después, la volvió a cerrar; podría uno imaginar que le estaba dando paso a un ser inexistente.
Eran las 10.30 de un sábado de otoño. Se abotonó el gabán, golpeó suavemente el piso de la vereda con la punta del bastón y comenzó a andar. Parecía buscar-llevado por una intensión inexplicable- el centro de la acera para caminar, sin importarle quienes viniesen en su contra.
Llevaba la mano izquierda en el bolsillo del abrigo y ello le curvaba el brazo hacia un costado como cediéndolo para que alguien lo tomase. Cualquier espíritu travieso afirmaría : una actitud muy cierta. Un rostro distendido y un sol que se desperezaba sobre una mañana fresca, hacían que sus ojos brillasen distintos, muy diferentes a los de otros días.
Desde hacía un año, esperaba con ansiedad esas mañanas: las de los sábados.Sabía que ponerse, como vestirse, que perfume usar, porque el tiempo y su trabajo así se lo habían enseñado. Solía entrar, por costumbre, a las grandes tiendas y solicitaba le permitiesen sentirle el aroma a las telas escocesas, que el vendedor le extendía sobre una mesa
Su olfato siempre le señalaba los paños más caros, pero lo compraba por costumbre: hechos trajes o sacos.
Ahora se detenía ante todas las vidrieras por la calle donde paseaba.
Torcía la cabeza y señalaba el sueter crema cálido, las botas oscuras de invierno y una sugerencia abstracta-que se permitía- sobre el color del lápiz labial.
Nada para él; todo para el más atrás, casi doce meses más atrás, allí donde comenzó su dolor.
Abrió la puerta de la confitería de siempre y pareció dejarle al espíritu travieso que opinara quien lo acompañaba; la misma mesa y el mismo ventanal y la misma plaza, ésa de los árboles amarillos y rojizos. Las sillas ocupadas: la una, él: la otra: su gabán. Al café lo pidió señalándolo con los dedos. Las miradas, ahora, escarbaban rincones sin palabras.
Llegó a su casa. Abrió y cerro la puerta en soledad.
Las habitaciones sin flores la ocupaban las angustias. Pasó por aquel lugar, sin mirarlo. El sabía lo del cuadro sujeto a la pared. El dibujo a lápiz llevaba su firma y una fecha: setiembre del 58.
Sonó de pronto una melodía que puso al entrar, «Una rosa roja para una dama triste.»
Avanzó unos pasos y después lloró.
Por ARMANDO CAVALIERI