Mi primer galán, Chico. Era chiquita, habré tenido cuatro o cinco años y vivíamos en Firmat, en la casa que papá le alquilaba a las monjas, pegada al Colegio de la Merced. Vivía como una mocosa malcriada por cuatro hermanos varones bastante mayores y por unos padres que para la época, eran grandes. Ajena a las penurias familiares, mi mundito era de colores, cálido, dulce y blando.
Venían cada tanto mis tías de Rosario, las hermanas de papá solteras. La querida tía Olga, la mayor de las mujeres Infante Calderón, solía visitarnos por unos días. Se instalaba en casa con su gesto adusto y su ternura oculta. Yo le miraba sus peinados altos, traía en su bolsito un vaporizador de spray rosa que yo anhelaba, vaya uno a saber por qué.
Apenas se levantaba, la tía Olga armaba su cabello castaño en un batido monumental y se calzaba unos zapatos de punta que hoy están de moda. Mientras mami sin respiro atendía a sus hijos, cosa que hacía sin ayuda y haciendo malabares con su oficio de modista (toda una mujer moderna, la vieja), la tía tomaba mates eternos con papá antes de que él se fuera a la carpintería.
No recuerdo bien qué pasaba entre la mañana y la tardecita, solo el hecho de llevarme mami al Jardín de las hermanas después de mediodía. Cenábamos temprano, ocho a la mesa y mamá haciendo magia en la cocina. Como postre, nos sentábamos frente al televisor a ver un show de ese tiempo, no me pidan el nombre. Cantaban, bailaban las estrellas de fines de los sesenta.
Cuando aparecía él, Chico Novarro, la Tía Olguita y yo quedábamos embobadas. Tal vez era en El Club del Clan o Sábados Circulares. Y empezábamos una rutina que siempre se repetía. Ella me miraba con sus ojazos verdes como los de papi y me decía “Es mío, es mi novio!!” … y yo hacía pucheros y le contestaba “No tía, es todo mío, es MI novio”. Así, por un largo rato, papi riendo, mami agotada, mis hermanos ya fuera de la velada familiar. Nos encantaba su estampa, su sonrisa, su desenfado. Y esas viejas lindas canciones.
Cuando crecí y hasta hace unos años atrás, cada vez que veía a la tía, anciana ella, mujer grande yo, antes de decir cualquier otra cosa, le plantaba un “Chico Novarro es mío”. Para que no quedaran dudas. Y ella contestaba con una sonrisa en sus verdes ojitos pícaros.
Mi segundo amor platónico insólito fue César. Era adolescente y no me interesaban mucho ni los galancitos imberbes de ese tiempo, nacionales o importados. Tampoco los que aparecían en unas revistas que comprábamos con mis compañeras de escuela y mi memoria desmemoriada omite.
Sucedió un día que conocí por libros y por la historia que tan bien nos contaba una querida profesora de secundaria al príncipe renacentista de mis amores y me olvidé de los mocosos que me interesaban, aquellos de los asaltos y de Jambo. Había leído que era pelirrojo y de ojos castaños, alto, fuerte, hecho para la guerra. La verdad, dejaba de lado el oprobio de la sífilis. Leía con desdén lo que Maquiavelo decía de él.
“O César o nada”, el lema grabado en su espada. Él o ninguno, para mí. Qué sé yo, lo amaba, fantaseaba, me imaginaba cosas, pensaba que en vidas pasadas había sido una cortesana, tonterías de ese tipo. A esas edad solemos estar enamoradas del amor y si con “il bellissimo Cesare” lo lograba, perfecto. El fin justificaba los medios.
El tercer hombre de mi vida y no el último, fue Clark Gable. O mejor Rhett Butler. Antes de los 18 años, en una tarde tibia de ocio en el comedor de mi casa en Chañar, vi “Gone with the wind”. El enamoramiento apasionado me duró bastante. Yo quería un hombre así de guapo, así de seductor, así de transgresor.
Soñaba la escena de la escalera y quería ser Scarlett, que me llevara en sus brazos fuertes a una noche de locura. Ni siquiera me desalentó el hecho de que algún despiadado me dijera “olvídalo, nena, es gay”. Aunque por esos años el término elegante no se usara, en absoluto.
Vinieron después los chicos de verdad. En un momento, bajé a tierra y dije sí cuando un flaco, alto desgarbado y dulce jovencito de mi misma edad, me preguntó, en el lenguaje de ese tiempo: “¿Te querés arreglar conmigo?”
Cada tanto, escucho “Algo contigo”, canción que adoro, especialmente en la versión de Vicentico, y me acuerdo de Chico y la Tía Olga.
Cada tanto, busco en las librerías cualquier título que tenga que ver con la escandalosa familia Borgia y me da la sensación que César me guiña un ojo, cómplice.
Y cada tanto, vuelvo a mirar “Lo que el viento se llevó”. Casi cuatro horas y Clark me lleva a mí por las escaleras y yo no dejo que me abandone.
Estoy loca, ya lo sé. Pero… ¿quién me quita lo bailado? ¿Quién puede quitarme lo soñado?